La señora hizo el cuento y no pareció estar molesta con el posible acto discriminatorio que el agente de inmigración pudo haber cometido, ni mostró poreocupación por las sensaciones que debió haber experimentado la amiga que pasó un buen rato siendo entrevistada, distinto a sus otras compañeras de viajes que pasaron por aduanas rápidamente, y regresaron a Puerto Rico sin problemas. Todas, amigas, mujeres puertorriqueñas con pasaportes y buenos trabajos profesionales.
Cuando respondí desagradado con lo ocurrido, la señora dijo, llena de júbilo, un chiste cruel: “Es que ella es la negrita del grupo”. Tanta historia sobre mestizajes entre los parientes, antepasados, blanqueamientos y ennegrecimientos, que pude haber relatado.
Uno de los blanquitos boricuas que hoy está bien plantado en un puesto educativo en Niuyork respondió a mi contestación -”Nací y viví parte de mi niñez en Jájome”-, con una sonrisa tierna, protectora y la muy trillada frase -“Un jibarito”-.
“Sin el diminutivo”: lo corregí. Debí haberle soltado una vulgaridad cunetera: “El jibarito lo tengo entre las patas”.
“Sin el diminutivo”: lo corregí. Debí haberle soltado una vulgaridad cunetera: “El jibarito lo tengo entre las patas”.
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