Era imposible dejarle saber que ya a la temprana edad de diez años se podía sentir una extraña atención hacia los varones. Que esa sensación informaba y formaba una sensibilidad. Que las mujeres de Lorca estaban definidas por sus experiencias, Que sus obras, sus mujeres incluían su homoerotismo. Sí, el homoerotismo de Lorca lo informaba; y lo reprimido de Borges, sus personajes sin vida, calcados, diagramados, puras generalidades filosóficas, científicas, evitaban, evadían conocerse. Sí, Borges no se conocía. Por eso quería olvidarse. Recordar lo obligaba a mirar el mundo, a la gente más allá de los diagramas.
Tampoco podía entender, ella no podía entender como su odio y el odio colectivo se basaban en un canon, una serie de relatos conocidos como la biblia, y que su auto nominarse cristiana no servían de nada cuando el asunto tenía que ver con la sexualidad, pues la cegaban ante otros textos, otras versiones del ser. Parábolas como la que habla sobre la samaritana y la compasión de Jesús eran convenientemente citadas, muy parecidas a los políticos que citan fuera de contexto. Su biblia era un texto donde no existían las contradicciones ni función histórica. La posibilidad de que, de ella haber nacido en los tiempos del antiguo testamento, hubiese sido esclava, apedreada, y justificado por su biblia, no le pasaban por su mente. Su soberbia era más extensa que su capacidad para conocer y crecer.
Una vez más abandoné otra versión del circo romano: asignaturas, trabajos, familia. Esta vez no era la isla del encanto. Esta vez era una clase en el muy progre Nueva York. No tuve que debatir ideas para confrontar al otro. Bastó con decir una palabra, perro o barro. No recuerdo. Tenía una errre, Me corrigió. Le pregunté por qué su sho porteño era aceptado y mi errre no. La sonrisa del sho fue su despedida.
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