Thursday, July 19, 2012

Trompos en Bruselas, 1971


De niño, disfrutaba del jugar con los carritos de metal, en particular los camiones, tráileres, coloridos y brillantes; correr bicicleta, terecinas: todos juegos y objetos asociados con los juegos de varones. A escondidas jugaba con jacks,  me escondía detrás de la casa o en el baño, tiraba la bolita y en el rebote trataba de coger la estrellita de metal; practicaba una muy importante destreza manual. Fui feliz con mis jacks hasta que el vecinito me delató. Menor que yo y más ingenuo, le pidió a la mama que le comprara un set de jacks; y ella, sorprendida, le dijo que no, que esos eran juegos de niñas.

Por encima de la verja, al oír aquella conversación, me sentí desnudo, avergonzado, Nunca fui tan diestro como mis sobrinas, cuya rapidez en la recogida era tan rápida como las de un amigo, quien jura que era más diestro que cualquier nena de su barrio. Mi amigo es un consumado pianista, y no es de dudar que los jacks sirvieran de algo en el desarrollo de sus destrezas manuales. De los jacks me moví a la cuica, brincar la cuerda, y tampoco fui muy buen saltador. Más de una no podía saltar; si aumentaban las cuerdas, mis pies se enredaban y tenía que abandonar los saltos.

Saltos continuos y juegos de mesa que fueron continuados en los bares, las salas, las plazas. Las fichas ya no las muevo con las manos. Las muevo con los ojos, o me muevo como ficha en la Gran Plaza de Bruselas donde el frío me llegaba hasta los huesos. Antes de volver a la universidad, esperaba pasar un verano de “grand tour” europeo, a lo chica ingenua americana, Audrey Herpburn, here I come, y no aquel otoño en junio: gris, completamente gris.

Mi amiga, la pintora de trompos y muñecas incompletas, quería una terecina como regalo de reyes. Le regalaron una muñeca. La odió y nunca jugó con ella. Su mamá se apoderó de la misma. A su manera, adulta, la madre jugaba con la muñeca: la vestía como si fuese su hija para luego sentarla en una esquina del sofá. Allí permanecía hasta que le cosiesen nuevos trajes, sin poder distinguir su papel: objeto decorativo o reemplazo de la hija nada femenina en sus gestos y con supuestos gustos de varón. La pintora compensa sus reprimidos deseos a través de símbolos que usa en sus pinturas y dibujos.

Una vez en la plaza, mi cabeza empezó a dar vueltas, a reconocerme en aquel, enfoco en uno, otro, vueltas, miradas, cambio la vista a las luces, giran las miradas, de las paredes alumbradas por los juegos de luces a otros espectadores y otros, y otros, y otros; reciprocaban, se reconocían, tasaban. Del norte de la plaza al sur de la plaza, al oeste de la plaza, al este de la plaza: un ballet en cuatro por cuatro, al cuadrado.

Mi amigo colecciona muñecos de todo tipo, y se encuentran lo mismo sobre sus mesitas en la sala como en su ordenador o libreta de teléfonos. Es que, como bien él dice, hay muñecos y hay muñecos. Que le rompa uno de sus copas o platos le es indiferente. Que me le acerque a uno de sus muñecos puede ser guerra declarada. Sus muñecos en las mesitas, su bien ordenada y decorada casa refleja aquellas casitas de muñecas que ayudaban - ayudan a entender y manejar el mundo doméstico de los adultos. No en balde hay tanto decorador y arquitecto gay: nos gusta jugar a las casas, de mamá y papá.

De vuelta en el hotel sin estrellas y sin haber encontrado con quien jugar a mamá y papá, el espejo del cuarto contorneada mi imagen y la de la telaraña en la esquina de la habitación: foto de feria, un juego de azar abandonado a la suerte.

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