Ciudad de México, 1980, en el Museo de Antropología nos conocimos. A primera vista me atrajo su porte de poeta tipo beat, su ropa estrujada, sin peinar, su cigarrillo listo para caerse, en el borde de los labios; y su descarado atrevimiento: me dio un beso a las doce del mediodía en el patio del Museo de Antropología. Yo tan recatado, le dije, - aquí no -. De testigo tengo a las lenguas de las esculturas mesoamericanas; no dudo que fue en ese momento cuando adquirieron su verdadero significado, y cuando juraron que nunca más las guardarían.
Después de aquel día, cada uno tenía planes distintos: él pensaba viajar hacia los Estados Unidos para regresar Alemania y yo iba en camino a Yucatán. Ni él, después de llevar unos cuantos meses deambulando por México, regresó a Alemania – regresó mucho después (un ir y venir que duró diez años) – ni yo continué hacia Yucatán. Nos fuimos en bus hacia Veracruz, a quedarnos en un hotel que le debía estrellas a cualquier guía de turistas, con puertas que no llegaban al piso; por donde entraban y salían ruidos, aullidos y gemidos que acompañaban a las servidoras sexuales que por allí venían con sus clientes, y a nuestra lujuria; nuestra insaciable lujuria.
Nuestras ideas concordaban; nuestros gustos por la literatura concordaban; nuestro deseo el uno por el otro concordaba. Lo que no concordaba era nuestra capacidad para ser amados con armonía. Diez años de relación intensa, y diez años de luchas irresolutas. Luchas que no eran producto de las ideas sobre el arte, la política, las relaciones humanas fuera de la nuestra; eran producto de nuestra incapacidad de amar sin condiciones. Él, un ser muy libre. Yo, un controlador sin límites.
Hijo de la guerra (su padre fue soldado en la misma), al igual que otros alemanes de su generación, le tocó enfrentarse a los demonios que le dieron pie al genocidio, racismo, nacionalismo que fomentaron la invasión de otros países y el exterminio de judíos, gitanos, homosexuales. Una generación representada por algunos cuyas voces no negaban lo que ocurrió y que usaron esa funesta gesta para plantearse quiénes eran, cómo, y a criticar sin miramientos todo tipo de postura ideológica y exigir una sociedad más justa y equitativa. Conocer a Günter me llevó a conocerlos y aprender de ellos. Más de una vez, mi cómoda vida de pequeño-burgués-socialista de salón fue transformada por esa experiencia y por esos jóvenes.
No más llegar por primera vez a Alemania, a principios de los ochenta, fuimos a visitar una comuna de hombres gay que vivían en una finca, en una aldea a dos horas al norte de Frankfurt. Allí verdaderamente aprendí lo que era compartir. Nadie era dueño de nada y quien primero agarrara el suéter, cepillo de dientes, cama se apoderaba del mismo, lo usaba, lo soltaba, y así seguían sus usos y deslindes. La comida era de todos y para todos; incluyendo a las visitas que continuamente entraban y salían de la antigua casa. Por las puertas también entraban algunos animales de la finca: cabros, ovejas, gatos y perros. Los platos sucios eran dejados en el fregadero, pasaban los días y los platos se acumulaban hasta que alguien sin protestar los fregaba. Visité otras comunas y unas más anárquicas que otras pero todas dentro de un marco de libertad y respeto mutuo. Claro, no negaban decir la verdad como la sentían, y en esos grupos, esas verdades eran analizadas hasta más no poder.
Si la generación de Günter en Alemania se vio obligada a enfrentar los demonios del nazismo, la nuestra en Nueva York tuvo que mirar de frente a la epidemia del siglo: el Sida. Aquellas experiencias en Alemania me servían para entender y enfrentarme a lo que acá estaba forjándose. Marchar, asistir a reuniones de grupos de apoyo, visitar amigos en los hospitales, ayudar a otros a cuidar a sus amantes, darle cara a los homofóbicos en el trabajo, en círculos de amigos de ideologías progresistas - de la cintura para arriba - se convirtieron en tareas muy comunes entre muchos de nosotros; y a unos cuantos tuve que tolerar, oír y contrarrestar sus prejuicios.
De Alemania a Nueva York y de Nueva York a Alemania, el post modernismo, acompañado por el post mortem afianzó unos esquemas que han servido de base para seguir apreciando la vida y el papel de la muerte. Nos tocó vivir la peor década del Sida, y ser testigos de lo que estaban padeciendo algunos de nuestros mejores amigos, morir lenta y cruelmente: la medicina no sabía qué hacer, ni sabe todavía pero hoy está mejor preparada.
Fuimos testigos del lento deterioro y sufrimiento que Frank, Joachim, Paul, Gary, Guillermo, Michael, Albert (por nombrar los más cercanos) enfrentaron durante ese terrible periodo. Cuando en el mil novecientos noventa y tres me llamó Bárbara para decirme que Günter también había muerto, el vacío y dolor que sentí en aquel momento todavía no se ha apagado. Cuando se quiere a alguien de veras no se olvida el dolor, se aminora y se armoniza, pero el espacio que llenaba esa persona no puede ser rellenado. Quedan las alegrías y las penas, y el agradecimiento de haberle conocido. El dolor de no poder envejecer juntos reaparece y enfurece. Mientras tanto las lenguas de las esculturas siguen por fuera.
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