El color del agua y la excreta en el inodoro asustaban al más valiente, y en este caso había muchas razones para explicar el escalofrío que sentí, el que los pelos se me pararan cuando vi aquellas aguas rojas. Sangre. Cualquiera de las lombrices, gusanitos, virus o bacteria que hacen de mi cuerpo su residencia podían ser la causa de lo que parecía un derrame. Hubiese preferido que la vista del inodoro con la excreta y aguas negras color vino me recordasen a un Francis Bacon. Mas bien parecían un Damien Hirst. La sangre no me asusta; estar a la merced de otros, sí. Peor todavía, si estas en un barco en medio del Atlántico. Un cuerpo derrumbándose poco a poco, tubos por la nariz, la boca, el culo, agujas, máquinas enchufadas en la frente, las tetillas, las nalgas, las bolas, enfermeras regañonas, médicos en apuros, hospitales cobrando antes de matarte, testamentos sin preparar, documentos sin organizar, relatos escritos a medias y el deseo de vivir y conocer lo que me depara el futuro me mantuvieron completamente inerte frente a la no muy agradable y rojiza excreta. Quizás la roncha que tenía en la mano no era una picada de mosquito o el dolor de estómago no fue una mala digestión. Puede que el cansancio no tuviese nada que ver con el calor del mediodía en el Caribe o que el haber puesto el detergente en la nevera no fuese resultado del un descuido. ¿Voy al médico del barco o espero a llegar a Nueva York? ¿A quién le dejo mi colección de libros antiguos, mis pinturas, los ahorros, las propiedades, el amor incondicional que a tantos profeso? Las lentas y difíciles contestaciones a todas aquellas inquietudes y preguntas fueron despachadas de mi conciencia por el recuerdo de la cena. Ni los gusanitos, lombrices, bacterias o el virus eran los responsables. ¡Qué susto! ¡Qué alivio! La noche anterior me había “jartado” de remolachas.
Thursday, July 23, 2020
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment