Y quise vestir como los jóvenes clases medias que pasaban por frente de mi casucha pobre, llena de rotos, y lo logré.
Y quise comer en restaurantes con mesas y manteles de lino, y en ellos estuve, probé manjares, tomé vino, caté.
Y quise poder hablar de libros y artes plásticas, asistir a conciertos, disfrutar de la danza, visitar museos y grandes bibliotecas, y así fue.
Y quise -cual haiku por Basho asombrado ante tantas veredas que no tomó durante la pasada primavera-, lleno de experiencias y logros, observar la vida distinta, hasta que, jubilado, sentado en los jardines de mi edificio, vi pasar al vecino -diez años mayor que yo-, quien, hasta hace poco, caminaba con bulto de trabajo en mano, paso firme, seguro de sí mismo; esta vez, se movía lentamente, con la ayuda de un andador, babeándose encima, lleno de arrugas, acompañado por un enfermero.
Rápidamente, regresé a casa, busqué el libro Testigo de uno mismo por Mario Benedetti, para no estar solo mientras pueda andar sin ayuda, quizás, leer durante los próximos diez años. Sobre los otros diez que vendrán después, si puedo seguir leyendo a Benedetti.
Rápidamente, regresé a casa, busqué el libro Testigo de uno mismo por Mario Benedetti, para no estar solo mientras pueda andar sin ayuda, quizás, leer durante los próximos diez años. Sobre los otros diez que vendrán después, si puedo seguir leyendo a Benedetti.
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