Temblorosas las manos, las alza hasta el tope de la puerta y rasga la madera, cae de rodillas, grita - hijo de puta, hijo de puta- en descenso el llanto y un murmullo, repetido una y otra vez - hijo de puta.
Llora desconsoladamente y dice con voz desesperada, silabea, llena de resignación -hi jo de pu ta! - grita - ¡hijodeputaaaaaaa!
Para de leer el guión y corre hasta la tableta para chequear sus correos electrónicos, salta a enlaces, regresa y contesta el mensaje que le sirve de aliento, ahogo, razón para explicar a alguien más por qué no puede estar sin su gadgets.
Un mensaje solamente fue suficiente golpe para abrirle la respiración, controlada durante la sofocante espera. Con el enlace que lo lleva a las fotos y vídeos del apartamento que está comprando -¡y tener que dejar la pintoresca y diversa Ciudad Vieja para cambiarla por el homogéneo Centro! -, el estado de ánimo se mueve del espacio que ocupa la ansiedad a los planos donde se es guiado por la razón.
- ¿Qué quieres?
- ¿Por qué me hablas así?
- ¿Qué tú crees?
- ¿Cuándo comenzaste a usar el tú?
- ¡Qué importa!
- Importa sí
- ¿Nos vamos?
- Sí, vámonos.
La luz de la calurosa tarde del febrero austral alumbra la habitación color blanco estéril; delata con las sombras el impresionante y cargado mundo de tubos y equipos que maquillan con sus brillos y líquidos la pálida cara de la que pasó su vida detrás de una telenovela, novelita romántica copiada de una revista de modas y quinceañeros. Los recuerdos se confunden con los sueros de todo tipo que la unen a otras fórmulas. Él aparece y desaparece.
El Porsche, destruido, sin memoria de la noche de anoche.
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