Cuando oyó sus gemidos de placer sintió rabia, asco. La odió y quiso matarla, por perra, por malvada, por querer burlarse de él con su gozo, su desprecio, lujuria que no incluía amor. Con su risa ahogando su voz, despertó de la pesadilla y abrazó la almohada, los ojos perdidos, fijos en un horizonte que era la vista misma. No veía nada.
El café a las cuatro de la mañana acompañó al puberto de doce años con la erección tocando sus nalgas, la mano buscando la vagina, ella de espaldas, como siempre lo hizo, incluso cuando el otro hijo dormía con ellos, al que ella siempre abrazaba. Sin poder terminar la taza regresó al recuerdo, y supo que nunca iba a poder querer a mujer alguna. A la edad de los setenta y cinco años parecía muy tarde.
A las diez, seis horas más tarde, vio pasar a la que había sido su estudiante -la que una vez se le acercó, vio sus flaquezas y se aproechó de ellas, con quien él compartió su historia- sonrió porque se dio cuenta que no había aprendido ni a querer sexualmente ni a conocer los distintos tipos de mujeres. La pesadilla no tenía que ver con la madre solamente.
A las diez, seis horas más tarde, vio pasar a la que había sido su estudiante -la que una vez se le acercó, vio sus flaquezas y se aproechó de ellas, con quien él compartió su historia- sonrió porque se dio cuenta que no había aprendido ni a querer sexualmente ni a conocer los distintos tipos de mujeres. La pesadilla no tenía que ver con la madre solamente.
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