La pegatina en la bolsa decía que los derechos reproductivos eran derechos humanos. Como si la procreación estuviese amenazada por fuerzas fascistas. Más que una preocupación social era una manipulación mental, un juego con el lenguaje para cambiar el discurso sobre los derechos de las mujeres a decidir qué hacer con sus cuerpos, a la discusión seria sobre la vida, cuando comienza ésta, la diferencia entre vida y persona, desplazar el amor. La señora con la bolsa estaba sentada en una mesa justo al lado de la mía. No era el momento ni el sitio -un café en Morningside Heights- para explorar esas interrogantes, fuera de preguntarle a mi compañero de mesa que si los hombres estarían dispuestos a dejar de masturbarse por la cantidad de espermatozoides que mataban una vez eyaculados.
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