Tuesday, April 23, 2019

UN CUBANO GAY: ARTEMISA Y MIAMI AUMENTARON LA FRICCIÓN

Lo conocí en Nueva York en el 1967. Se había exiliado en Miami donde laboró como conserje por unos años, y luego migró a Nueva York, Trabajaba de tornero en una fábrica en Queens. Su padre, un inmigrante español en Cuba había sido dueño de un taller de mecánica en Artemisa, Cuba, Era parte de un grupo de jóvenes que nos reuníamos en Facundo, un bar gay latino sin licencia ni permisos estatales, en un sótano de un edificio de apartamentos en la calle 77, entre Columbus y Amsterdam. Esa zona del Upper West Side de Manhattan no había sido “gentrificada” y tenía una numerosa población de puertorriqueños clase obrera viviendo en los “tenements”. Broadway todavía dividía los dos barrios: hacia el río un grupo; entre Broadway y Columbus, otro. Los conserjes de esos edificios, en su mayoría boricuas, alquilaban los sótanos a grupos al margen de la historia oficial: bares, clubes de dominós, y alguna que otra gallera. La homosexualidad era un delito, reunirse en grupos era motivo para la policía arrestar sin piedad y con mucha mala saña. Uno de esos arrestos en un bar del West Village llevó a un inmigrante desesperado, sudamericano, a tirarse de un segundo piso y caer crucificado sobre las varillas que cercaban el cuartel de policía. La mafia protegía hasta que, por alguna razón, la policía decidiera invadir sus terrenos. Con el Stonewall el abuso comenzó a tomar otros giros, y los bares fueron dejados tranquilos. Durante los dos o tres años que visité el Facundo, nunca fue objeto de persecusión policiaca. 

Manolo (así será llamado) era  muy guapo, varonil y obrero; con un fenotipo que lo coloca entre las castas en el poder, de acuerdo a las escalas raciosociales tinoamericanas; hasta que abría la boca: un acento muy marcado y definido como de “solar” por las medidas caribeñas, y con muy poca educación formal. Sus amistades cubanas en Nueva York, ai igual que él, caían dentro de esos modelos que se usaban/usan para definir los estatus de los grupos humanos; distintos en otros contextos, pero, al fin y al cabo, clasificaciones como tal. En el Facundo conoció a un puertorriqueño, Pepe, estudiante graduado de NYU que quedó perdidamente enamorado de él; con quien se mudó a Puerto Rico. 

Me enteré por otros, que en Puerto Rico cambió de rumbo y estatus. El puertorriqueño, nacido y criado en Miramar, andaba con gays de “buena familia” (no es de creer, pero esa era la denominación que usaban los blanquitos, y sus alcahuetes, en las islas de los espantos), y con ese grupo Manolo modificó su acento, y asumió un papel distinto dentro de la sociedad criolla. Abandonó a sus amistades cubanas de solar  de NY. 

Por otro lado, yo había empezado a estudiar mi maestría, cambié de círculos sociales; me uní a grupos de teatro popular (Teatro Pobre de América y Teatro de Orilla), participé en las marchas pro derechos de los gays, “caculeaba” con los come candela independentistas, publicaba junto a un colectivo de estudiantes boricuas, un folletín titulado El Atrevido, dejé de ir a los bares gays latinos al borde de los cuchifritos, viajé por Uropa y Latinoamérica, y me enamoré dos o tres veces de hombres con gustos e intereses parecidos a los míos. Con uno duré casi once años, hasta que murió a causa del Sida. 

De Manolo no supe más hasta años más tarde cuando lo encontré junto a su nueva pareja en un desfile Pride en Nueva York. Su amigo en Puerto Rico había muerto, otraa victima de la plaga. Ya el mundo gay había dejado de hacer manifestaciones pro derechos civiles, fuera de las campañas para combatir el Sida; y la marcha se había expandido a  celebrar “Pride”. 

En una de las aceras en plan de fiesta estaba Manolo junto a su nueva pareja, Luis, un trabajador social en un hospital del Bronx. Vivían en Queens, en una casa Tudor de su propiedad. Manolo trabajaba de jefe de piso en una fábrica en Long Island. Me invitaron a una cena en su casa. Entre las Lladró que decoraban cada mesa y esquina de la sala, las cortinas de tercipelo, los muebles “faux” Luis XV, los comentarios de ambos -“que si los latinos en el hospital del Bronx donde trabajaba Luis, que si los negros en la calle, que si los obreros sudamericanos en la fabrica que Manolo supervisba, que si Jackson Heights se estaba convirtiendo en una favela”- decidí no continuar con aquella amistad. 

Para ese entonces -alejado del teatro popular y de los colectivos politiqueros-, en medio de una crisis existencial y sicológica a la máxima potencia, estaba bajo trtamiento homeopático, y asistiendo a grupos de terapia en el Upper West Side, “primal therapy”, luchando contra el miedo activado por el Sida y mi propia historia que ya no podía suprimir. Si a eso le añadía el estar de pareja con un medio anarquista, educado por Adorno, y con unas amistades alemanas que no perdonaban ni perdonan la recreación de los modelos que ellos considerban/consideran ser instrumentos para mantener el status quo, Manolo y Luis parecían ser sacados de una revista para señoras clases medias que siguen los dictámenes de Emily Post. No supe de ellos hasta que años más tarde me vuelvo a encontrar con Manolo, tomando café en un mall cerca de su casa en Guaynabo, Había regresado a vivir en San Juan después de pasar unos años en Miami .

Viejos de la tercera edad, jubilados con buenas pensones y vida còmoda, Luis y Manolo se separaron, Luis, enfermo, regresó a Puerto Rico, donde muere años más tarde. Manolo, a Miami de donde había salido hacía casi cuarenta años. En Miami compró un townhouse con todos los lujos en una zona cara de la ciudad, excepto que no logró hacer amistades como las que había cultivado mientras fue pareja de Luis y Pepe. En Miami, los cubanos de su edad e ingresos no le dieron espacio a alguien cuyas coordenadas demográficas y culturales no respondían a los vuelos y actitudes de clase pre-castristas; y para los más jóvenes el idioma de preferencia era el inglés. Sólo le quedaban los gays de solar que él había dejado atrás. Allí ni con su modificado acento, ni con sus ingresos podía esconder quien él fue en Artemisa. Para empeorar su situación, se enamoró de uno de los empleados del edificio, un obrero cubano casado que no lo trataba muy bien; lo obligó sin intentarlo a soltar sus defensas. Manolo no pudo seguir encajado en la vida de pequeño burgués. El obrero, en una ocasión, al ver la foto de los padres -la que nunca mostró en Nueva York, que yo recuerde- le dijo: “Oye, viejo, tu madre era mulata”. Decidió mudarse a Puerto Rico y cuidar a Luis. Entre menos grados de separación, más fuerte es la fricción; y en Puerto Rico la había podido reducir. 

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