Friday, April 5, 2019

POR CAUSA DE CRISTÓBAL COLÓN ME COMPRÉ UNA BOINA

“¡Y qué lo trajo por aquí?"
"Ando buscando a Colón."

La señora que me atendió cuando fui a la pequeñita casa-museo donde alegan nació o vivió el supuesto genovés que comenzó la europeización de las Américas sonrió ante mi respuesta. Me dio, no recuerdo, qué información. Caminé un poco por la pequeña casa, salí y seguí paseando por Génova; de donde pensaba moverme hasta Galicia. Juran algunos que Cristóbal Colón nació en Galicia, que sus antepasados emigraron desde el puerto Italiano en busca de mejor futuro; y que el Almirante cambió su nombre para evitar que conociesen el pasado obscuro de su familia. Llegué a Galicia: no encontré rastros de la historia; pero sí una boina que todavía adorna mi cabeza. 

(El cinismo, mal que aqueja/caracteriza a los colonizados/neo-colonizados/oprimidos/proto-colonizados/pseudo-colonizados, se me sale por los poros. Cuentan las leyendas que Esopo -el más conocido de todos los cínicos- era un esclavo egipcio que creaba, de haberlas creado, las fábulas porque si hablaba literalmente de los faraones, podía ser ejecutado. ¿A cuántos no siguen ejecutando o tratando de ejecutar los modernos faraones? Véase en este blog diversas crónicas sobre este tema)

“En un pueblito de Italia nació Cristóbal Colón… y la gente se burlaba… al palacio del rey…” son fragmentos de la letra de aquella canción infantil que teníamos que memorizar en la elegante escuela elemental al final de la cuesta en la Calle Ashford, en aquel pueblo caluroso, seco, de frente al quieto  mar Caribe. Todos los doce de octubre cantábamos aquella canción, teatralizábamos la “gesta descubridora” y nos alegrábamos de haber sido parte de la colonización de las Antillas.

(En un pueblo donde la mayoría de la población era de ascendencia africana, nunca aprendíamos canciones ni leyendas sobre las gestas de los esclavos. De los pataquíes se hablaba en las casas, en secreto. Mirábamos hacia España y Europa, y un poco hacia los EEUU; pero era España nuestro norte.)

En el museo, un hombre cuarentón, flaco, me miró directamente, cambió la vista ante mi respuesta visual poco alentadora, y siguió  mirando una de las obras de arte religisos. Yo lo miré y seguí caminando por otras galerías. No recuerdo su cara. Recuerdo el pasarnos, mirarnos, desearnos, y no hacer nada más. Recuerdo su pasión por la obra que el allí observaba. No recuerdo la pieza.

(Génova era parte de la memoria colectiva de mi generación en el Puerto Rico de los cincuenta. Hasta esa generación, si tenías recursos, era a Europa donde iban a estudiar los jóvenes económicamente pudientes de la isla de los encantos. Con la colonización y control de la educación privada en manos de curas y monjas estadounidenses, el “status symbol” cambió: las generaciones que nos siguieron desean poder asistir a las universidades norteamericanas. Ya ni hablan de Génova, ni cantan “en un pueblito de Italia..."; todavía no leen sobre los pataquíes.)

Siempre me ha atraído la gente de mi edad -ni mucho más jóvenes ni mucho más viejos- y en Génova pude haber parado, conocido al flaco cuarentón, hablar con alguien; decidí que prefería la imagen, la memoria, el deseo sin las complicaciones de lo concreto. Escribí unas notas sobre ese momento y seguí caminando por el puerto, tomé un café, esperé la tarde; las que siempre me angustiaban antes de mi viaje al pueblo donde y que nació Colón.

(Dicen ciertos eruditos que el deseo erótico en los humanos está tan ligado a las fantasías, que al fin de cuentas, es un acto narcisista, es a nuestro ego enamorado al que amamos y tratamos de satisfacer, poseyendo al otro. Si para los animales la copulación es el foco de la sexualidad, para nosotros es la fantasía la que nos guía el acto sexual. De encontrar fallas en nuestra pareja, perdemos el deseo. El flaco genovés me recordaba al flaco de Ponce. Preferí controlar las fantasías, no quise volver a Ponce o a Guayama.)

Las tardes del pueblo caluroso, caribeño, rodeado de cañaverales, despertaban una especie de melancolía la cual no podia comprender; aprendí a vivir con ella, disfrutarla. Llegada la noche, el pueblo se acostaba y no había salida ni espacio para satisfacer los deseos de un adolescente que curioseaba otros nortes. Pensaba que al dejar el pueblo, el saudade, aquel estado de ánimo que me arropaba una vez la luz tenue, algo amarillenta, barruntaba la llegada de la noche, iba a ser amortiguado. Llegaban las tardes y llegaba la melancolía. En Génova ocurrió el milagro. El flaco del museo sirvió de catarsis. En el café, aquella tarde de verano, después de visitar a Colón, la melancolía no hizo su aparición.

(Quizás la melancolía vivida en aquel pueblo era causada por la falta de una experienciaa que hubiese permitido canalizar mis deseos de ser otro, europeo, quizás, y encontrar mi descubridor. Nuestros deseos se fundamentan en una ausencia, ya que la fantasía no responde a nada real. Colón se concretizó en una pequeña y humilde casita de Génova, perdió su magia. La melancolía sin la substancia que Guayama estimulaba no podía volver a arroparme.)

Todavía sigo enamorado, esta vez es del romance mismo, sin flacos en Génova o Guayama; aunque sigo buscando la historia del que le dio la vuelta a la historia, que hoy  sirve de motivo para volver a Galicia a comprar una boina nueva.

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