La Perla, el muy estudiado y retratado barrio en San Juan, sigue siendo pobre. Ni el famoso libro por Oscar Lewis lo ayudó a mejorar sus condiciones de vida ni las modelos o cantantes que por allí pasan van en camino de cambiar la situación económica de sus residentes. Todos lo han usado como razón o motivo para satisfacer su ego o como platafroma para un espectáculo. Y si barrios en Nueva York, que han pasado por experiencias parecidas y mejorado sus condiciones de vida sirven de modelo, lo que le espera a sus residentes es un desplazamiento de los pobres que allí viven. La Goyita de Tufiño es un retrato hermoso de una señora de La Perla, sin que las otras cientos de Goyitas que allí viven se hayan beneficiado del mismo. Puede que hasta ni conozcan el cuadro o por qué es importante.
Cuando me criaba en Guayama venían todos los años, para las fiestas de Reyes, las señoras “blanquitas” (“blanquito” no se refiere a raza, sino a estatus, ya que según el antropólogo Jorge Duany, muchos de esos “blanquitos” son mulatos que se piensan blancos) del pueblo con regalos para los pobres en el equivalente de La Perla en el pueblo de Palés Matos, el notorio barrio Borinquen Rojo, y llevaban regalos para los niños. No volvían durante el resto del año, ni los invitaban a sus casas a jugar con sus hijos; y de saludarlos, lo más seguro, era para pedirle que les hicieran un mandado. Satisfacían su ego vestido de caridad. En City College, cuando una joven profesora blanca llegada de los suburbios de New Jersey empezó a trabajar en el Programa de Educación Bilingüe, entre lo primero que me dijo fue que vivía en Harlem. En este caso, el estatus se lo daba el vivir entre negros, la gran mayoría bastante pobres. Otros profesores no se mudaban a Harlem, pero era muy obvio, que para muchos, darle clases a los estudiantes del College con su fama de ser el Harvard de los Proletarios era lo que los motivaba. Una vez allí, pocos conocían a esos pobres desde adentro, de cerca, cómo viven, qué comen, cómo estudian, fuera de las pruebas e informes, qué saben.
Cuando me criaba en Guayama venían todos los años, para las fiestas de Reyes, las señoras “blanquitas” (“blanquito” no se refiere a raza, sino a estatus, ya que según el antropólogo Jorge Duany, muchos de esos “blanquitos” son mulatos que se piensan blancos) del pueblo con regalos para los pobres en el equivalente de La Perla en el pueblo de Palés Matos, el notorio barrio Borinquen Rojo, y llevaban regalos para los niños. No volvían durante el resto del año, ni los invitaban a sus casas a jugar con sus hijos; y de saludarlos, lo más seguro, era para pedirle que les hicieran un mandado. Satisfacían su ego vestido de caridad. En City College, cuando una joven profesora blanca llegada de los suburbios de New Jersey empezó a trabajar en el Programa de Educación Bilingüe, entre lo primero que me dijo fue que vivía en Harlem. En este caso, el estatus se lo daba el vivir entre negros, la gran mayoría bastante pobres. Otros profesores no se mudaban a Harlem, pero era muy obvio, que para muchos, darle clases a los estudiantes del College con su fama de ser el Harvard de los Proletarios era lo que los motivaba. Una vez allí, pocos conocían a esos pobres desde adentro, de cerca, cómo viven, qué comen, cómo estudian, fuera de las pruebas e informes, qué saben.
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